El 16 de junio de 1955, la ciudad de Buenos Aires fue sacudida por un ataque aéreo sin precedentes. Aviones de la Marina y sectores de la Aeronáutica, apoyados por comandos civiles opositores, bombardearon la Plaza de Mayo y la Casa Rosada con el objetivo de asesinar al presidente Juan Domingo Perón y derrocar su gobierno. El saldo fue trágico: más de 300 muertos y entre 600 y 800 heridos, muchos de ellos civiles que se encontraban en la zona por motivos cotidianos o para presenciar un desfile aéreo anunciado como acto de desagravio.

El ataque comenzó poco después del mediodía y se extendió en varias oleadas durante horas. Las bombas impactaron en edificios gubernamentales, calles, transportes públicos y la multitud reunida en la plaza. Perón, alertado por sus colaboradores, se refugió en el Ministerio de Guerra y logró sobrevivir. Mientras tanto, la CGT convocó a los trabajadores a defender al gobierno, lo que incrementó la cantidad de víctimas cuando una segunda oleada de bombardeos alcanzó a quienes llegaban a la plaza.

La rendición de los rebeldes no detuvo la violencia: una nueva tanda de aviones, sin saber del cese de hostilidades, volvió a atacar, sumando más muertos y heridos. Esa misma noche, en represalia y en un clima de extrema tensión, grupos peronistas incendiaron varias iglesias del centro porteño, marcando el inicio de una escalada de violencia política que se prolongaría durante décadas.

Los responsables del ataque, entre ellos altos mandos militares y civiles opositores, huyeron a Uruguay y, tras el golpe de Estado de septiembre de 1955, fueron amnistiados y reincorporados a la vida pública. La impunidad de estos hechos sentó un precedente para la violencia política y la interrupción democrática en la Argentina. A 70 años, la masacre de Plaza de Mayo sigue siendo un hito doloroso y debatido en la memoria colectiva nacional.